Por Fredy León
Como muchos, escuché el nombre de Dina Boluarte casi al final de la primera vuelta electoral, cuando Pedro Castillo, de manera sorpresiva, se convirtió en el outsider provinciano y pasó a disputar con Keiko la presidencia del país.
Durante la segunda vuelta la seguí más de cerca. La ví en el debate televisivo como parte del «equipo técnico» de Perú Libre donde polemizó con Patricia Juárez -reconvertida por enésima vez al fujimontecinismo- sobre «reforma de estado». Me pareció que era una de los pocos cuadros técnicos solventes de Perú Libre, una persona que tenía idea del país que les esperaba gobernar en caso de ganar las elecciones.
Tuve también la impresión que durante la segunda vuelta el discurso de Dina era más coherente y sus ideas las formulaba con mayor claridad que Pedro Castillo. Dina se esforzaba por tener una mirada de estado mientras Castillo no salía de esa su limitada visión sindicalista y contestataria que impidió a su gobierno desarrollar políticas de estado y visualizar un norte programático.
Una vez en el gobierno Dina optó por tener una presencia muy discreta, se contentó con un ministerio donde su gestión fue intrascendente y luego decidió apartarse de Perú Libre. Mientras en el país el clima político se enrarecía y la derecha fundamentalista afilaba sus cuchillos, Dina prefirió deslizarse por el camino de la ambiguedad al tiempo que decidió desaparecer de la foto oficial.
Hasta que llegó el 7 de diciembre y esa mujer que reivindicaba su origen provinciano y en su propaganda electoral vestía el traje típico de su terruño, Chalhuanca, desapareció por completo, en su lugar apareció a una mujer llena de soberbia y desprecio por su gente y por la televisión vimos a una mujer que más parecía a «una puta de provincia con el corsé apretado y exceso de pintura en la cara» y con una obsesión total y absoluta por el poder.
¿Qué pasó?
El poder, la ambición por el poder. Dina no fue ningún juguete del destino, no fue ninguna víctima de esa debilidad moral que domina la política, ella sucumbió al dulce encanto del poder y eligió desempeñar el rol que le asignaron en ese proceso violento de restauración del viejo poder burgués.
Dina prefirió ser instrumento de ese poder corrupto y renegó de sus principios. Dina sintió que había llegado puntual a su cita con la historia para convertirse en la primera mujer presidenta, y por eso bien valía renunciar a todo lo que ella decía representar y defender.
Su mutación fue rápida, mucho más rápida que cuando esa mañana Gregorio Samsa amaneció convertido en un monstruoso insecto. Dina cambió de vestuario, se quedó sin discurso, sin pueblo, sin principios y decidió compartir el poder con los que hasta hace poco la miraban con desprecio.
Luego de la destitución del presidente Castillo tal vez Dina pensó que no tenía otra opción; pero después de los violentos sucesos de Andahuaylas, cuando ocurrió la primera matanza, Dina sí tenía otra opción; Dina en ese momento pudo optar entre defender la vida de su pueblo o aferrarse a un poder corrupto, despótico que se teñia de sangre y sólo podia sostenerse mediante la represión.
Dina eligió lo segundo, eligió ser el rostro de ese poder que volvía a ser controlado por una élite vulgar y racista que ve con desprecio a su pueblo y creen que la democracia se impone a balazos. Durante las matanzas Dina no fue ninguna espectadora silenciosa de la muerte que se abatió sobre el sur de la patria, ella se convirtió en una expoliadora de cadáveres.
El poder de Dina se consolidó bajo el signo de la muerte y por eso nunca mas justo ese grito que hoy recorre la patria: Dina asesina.
En Andahuaylas, Huamanga y Juliaca se fraguó ese pacto de sangre entre Dina y las cúpulas militares que volvieron a su antiguo rol: ser un decisivo factor de poder interno, el perro guardian de una poderosa minoría, como alguna vez lo definió el General Juan Velasco Alvarado.
El verdadero poder de Dina está en las comisarias y cuarteles, son los militares quienes le ofrecieron el gobierno y hoy le garantizan su permanencia en palacio, sin ellos Dina caería como un castillo de naipes. De ahí que el poder de Dina sea un poder de representación formal y de represión real que se materializa en el momento presente en el uso de la fuerza de las armas como el medio para intentar contener el desborde popular que sacude la patria, pero es un poder pasajero que no tiene esa fuerza moral necesaria para moldear el futuro del país. Dina puede ordenar que los militares apunten sus fusíles contra su propio pueblo pero no puede imponer al congreso que defina una fecha para las elecciones ni puede dar estabilidad política y económica al país.
Dina soñaba con un cielo sin nubes pero lo que divisó fue una tempestad que anuncia un espléndido desastre como corolario final para su aventurero paso por el poder.
¿Cuánto tiempo puede resistir Dina?
No mucho. Dudo que llegue hasta el 2026, y no por lo que pueda o no decidir el congreso, sino porque hay una voluntad mayoritaria en la sociedad que va poner fin a su mandato.
La declaración de un funcionario de segundo nivel del gobierno norteamericano pidiendo adelanto de elecciones, los desencuentros públicos entre la Fiscal y la Junta Nacional de Justicia, la presión de los organismos internacionales de derechos humanos que han puesto a la dictadura en el banquillo de los acusados y los desesperados intentos de Otárola de señalar a los militares como los únicos responsables de las matanzas son síntomas de que el frente interno de la dictadura no está muy sólido, hay mucha sangre derramada y los gritos de justicia están agitando la conciencia de todo un pueblo que exige verdad y justicia.
Pero la clave del desenlace de esta crisis sigue estando principalmente en la fuerza y poder real que tenga el movimiento popular.
Si el movimiento popular logra superar sus limitaciones, fortalecer su unidad, definir con claridad un programa de lucha, dotarse de una dirección unitaria y representativa y construir un bloque nacional, democrático y popular, puede convertirse en la fuerza activa y protagónica que se necesita para derrotar a la dictadura.
Mucha de la fortaleza que hoy muestra la dictadura se debe principalmente a las debilidades orgánicas, fragmentación social y limitaciones e inmadurez política que demuestra el movimiento popular. Dina no ha sido capaz de dar estabilidad al país y su gobierno ha perdido toda legitimidad; ella, a lo mucho, puede prolongar su agonía, pero dudo que el país resista vivir un año de crisis permanente.