
Por Fredy León
Después de la pandemia todo han sido malas noticias. La oscuridad de la noche empieza a nublar el futuro de la humanidad.
En plena pandemia la lucha por sobrevivir al covid fue terriblemente brutal, los países más desarrollados utilizaron todo su poder para protegerse y el miedo a lo desconocido desató un egoísmo espantoso donde un puñado de países ricos, con los Estados Unidos a la cabeza, pensaron que podían librarse de los efectos mortales del virus a costa de la inseguridad del resto del mundo.
En esos tiempos lúgubres donde la muerte nos respiraba tras la nuca no hubo tiempo para la colaboración, no hubo gestos de solidaridad o apoyo hacia los países más débiles, todo lo contrario: las mascarillas, desinfectantes y vacunas fueron acaparadas en cantidades increibles por los países ricos, y solo las sobras llegaron a cuenta gotas al resto del mundo.
Luego del covid ni los seres humanos hemos resultado más solidarios ni los gobiernos se han hecho más humanos. El fantasma de la muerte, destrucción, hambre, dolor y pesimismo se ha apoderado de este mundo. Los muertos han abandonado los cementerios y el miedo y la desconfianza mutua resopla en un mundo cada vez más inseguro y al borde del abismo nuclear.
Como diría el famoso escritor piurano Miguel Gutierrez “son tiempos sin memoria” los que vivimos. Y por experiencia sabemos que cuando la memoria se extravía en algún momento clave del devenir de la historia, como en 1916 ó 1939, esa historia brutal e implacable aprovecha esos claros oscuros para golpear con esa su terrible fuerza destructora creada por los seres humanos y que desde la noche de los tiempo nos ha acompañado fielmente.
Alguien dijo que la paz no es más que esos raros y cortos tiempos de calma chicha que existen entre guerra y guerra y que suelen utilizar los gobiernos para limpiar sus fusiles con miras a la próxima contienda bélica. Aunque nos esforcemos por pretender negar lo obvio, la historia nos recuerda, cada cierto tiempo, que la violencia ha sido -y seguirá siendo- “la partera de la historia.”
Luego de finalizada la II Guerra Mundial en el mundo surgió un precario equilibrio estratégico nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética que empezaron a desarrollar ingentes cantidades de armas atómicas. El miedo a la destrucción mutua actuó como una suerte de muro de contención que evitó durante casi 50 años el estallido de la III Guerra Mundial. Mientras la “guerra fría” se mantenía suspendida en la congeladora, Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaban en pequeñas escaramuzas lejos de sus fronteras. África y América Central fueron escenarios de esa disputa geopolítica que no logró alterar el equilibrio estratégico mundial, aunque en 1962, cuando la Unión Soviética desplazó sus misiles en Cuba, el mundo estuvo al borde de la III Guerra Mundial. La razón de ese conflicto abortado en el último minuto es sencillo de entender: los Estados Unidos nunca van a permitir que su seguridad nacional sea amenazada.
Este escenario cambio de manera radical cuando la Unión Soviética desapareció del mapa mundial. De los despojos de la Unión Soviética y la inevitable desintegración del orden bipolar que había existido durante casi 50 años emergió los Estados Unidos como el único e indiscutible vencedor de la guerra fría.
La hegemonía mundial de los Estados Unidos fue asumido como la nueva realidad de ese mundo unipolar que surgío de las cenizas del viejo orden mundial diseñado en la conferencia de Yalta entre Stalin, Churchill y Roosevelt.
Lo nuevo que nacía luego del derrumbe del muro de Berlín fue tan espectacular e inesperado por la rapidez con que implosionó la Unión Soviética y el caos y la improvisación que reinó al momento que sus herederos se repartieron los despojos de esa potencia mundial que no faltaron algunos entusiastas intelectuales que anunciaron que la historia había llegado a su final.
Estados Unidos tuvo la enorme responsabilidad de liderar el mundo y constuir un nuevo orden mundial basado en la globalización de la economía, integración de los mercados regionales y un sistema de seguridad global que tenga a las Naciones Unidas como el principal garante de la paz y estabilidad mundial, pero en la Casa Blanca peso más la vieja mentalidad de la guerra fría y la firme creencia de que Estados Unidos es la nación elegida por Dios para dominar al mundo. Su indiscutible poder militar y fortaleza de su economía eran sus argumentos más convincentes.
Si en tiempos de la “guerra fría” el expresidente Roosevelt aconsejaba “Hablar educadamente con todos, pero llevando siempre un buen garrote en la mano”; luego de la caída del muro de Berlín , en los Estados Unidos surgió una nueva mentalidad hegemónica que tuvo en George Bush, hijo, su principal exponente “No me importa lo que digan los hechos, jamás pediré disculpas en nombre de los Estados Unidos.”
Pero como ya lo había expresado Galileo Galilei “Eppur si muove” (y sin embargo se mueve), a pesar nuestro el mundo se mueve, nada está quieto. Mientras la economía norteamericana entraba en un ciclo de agotamiento, dedicándose a producir servicios, imprimir papel moneda de manera descontrolada e incrementando su deuda pública y aumentando anualmente su déficit comercial, la economía china ha estado creciendo de manera sostenida y continua durante las dos últimas décadas lo que ha llevado a muchos analistas serios a afirmar que en un lapso de 10 años China se va convertir en la primera potencia económica mundial.
“Sin duda, la pregunta que deberíamos hacernos ya no es si China va a conseguir o no superar a EE UU como primera potencia económica del planeta. La única duda que nos queda es saber cuándo lo hará.”
Según Daniel Entrialgo, analista económico de la revista Forbes “Los especialistas creen que el modelo chino reúne una serie de características únicas respecto a Estados Unidos: capacidad demográfica poderosísima (1.400 millones de habitantes), crecimiento económico sostenido (más allá de puntuales dientes de sierra), inversión científico-técnica muy bien planificada y una estrategia global de comercio e influencia perfectamente definida.”
La manera como los Estados Unidos han respondido al reto chino fue torpe y sin visión estratégica. Las sanciones económicas impuestas contra China no han conseguido su efecto, todo lo contrario, han actuado como un boomerang contra la economía norteamericana. Y aquí vale recordar ese principio fundamental expuesto por Paul Kennedy “Ser una gran potencia -por definición, un Estado capaz de mantenerse firme contra cualquier otra nación- requiere una base económica floreciente.” Las sanciones económicas pueden resultar sumamente dañinas contra países que tienen una economía pequeña, pero entre economías casi simétricas los efectos pueden ser contraproducentes.
Este traspiés ha llevado a que Estados Unidos cambie la lógica de su enfrentamiento con China, de las sanciones económicas está pasando a las amenazas militares y la formación de alianzas políticas basadas en objetivos eminentemente militares para defender su liderazgo mundial y donde la Otan, esa “hostilidad institucionalizada”, juega un rol estrategico.
El mundo, de la mano de la Otan, está entrando, o tal vez sería mejor decir volviendo, a esos tiempos hostiles, bárbaros donde según Engels “El ejército se ha convertido en finalidad principal del Estado, ha llegado a ser un fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a Europa.”
Y es que el mensaje que envía Washington es claro: solo una guerra puede lograr un cambio radical en la geopolítica mundial y conseguir que el eje del poder gire de occidente a oriente.
Ya lo dijo Marx, cuando las contradicciones llegan a un nivel tal donde desaparecen las posibilidades de solucionar por medios pacíficos “la violencia actua como la partera de la historia.”