Por Fredy León
Así el futuro está en tinieblas, y débiles
las fuerzas del bien.
Bertolt Brecht
Si las derrotas enseñaran algo, hace tiempo que los líderes izquierdistas serían súper inteligentes y habrían entendido, con meridiana claridad, que la división es la principal causa de sus continuos fracasos; y la unidad es la mejor -y quizás única- posibilidad que tienen para poder triunfar, no como individuos aislados que buscan la gloria efímera, sino como proyecto colectivo de país.
En el Perú, a diferencia de Chile, Uruguay o Bolivia, las izquierdas nunca pudieron construir un verdadero partido de masas con presencia nacional y capacidad real de disputarle el gobierno a la burguesía; aquí no existe una tradición comunista o socialista enraizada en las conciencias de las masas, y los pequeños grupos que han desfilado por la historia han sido meros retazos rotos de proyectos fragmentados por el sectarismo.
La división del viejo PC -en 1964- significó en la práctica el quiebre histórico del proyecto comunista fundado por José Carlos Mariátegui, ninguna de las facciones en que se dividió el PC llegó a convertirse en el prometido partido de masas de la revolución. Los diversos intentos de forjar un partido de nuevo tipo, realizados por la denominada nueva izquierda que surgió a mediados de los 60 del siglo pasado, terminaron en un fracaso y fuente de divisiones permanentes al extremo que del MIR, VR, PCR, UDP y PUM no queda ni el recuerdo.
En las izquierdas el sueño del partido propio floreció con fuerza al tiempo que el movimiento social se fragmentaba y aislaba de las grandes masas debido a las interminables y estériles disputas sectarias por el control burocrático de las cúpulas dirigenciales. En las izquierdas hubo abundancia de siglas, líderes importantes y grandes ideas, pero orgánicamente fueron estructuras débiles, pequeños partidos sectoriales constituidos por minorías activas de militantes combativos y entregados a la lucha, que demostraron ciertamente capacidad para encauzar la protesta popular y podían hasta paralizar el país, pero electoralmente ninguno llegó a representar a toda la izquierda ni logró trascender a nivel nacional.
A las izquierdas el país les quedó siempre demasiado grande. Y es que esas izquierdas, divididas y sectarias, nunca fueron vistas por las masas como una real alternativa de gobierno; en tiempos de ascenso de las luchas las masas acudían con decisión al llamado de lucha que realizaban las izquierdas, pero al momento de votar desconfiaban de la capacidad de gobernar de las izquierdas.
Aquí los datos de la realidad matan todos los relatos de los sectarios que temen a la unidad.
En las elecciones para la Asamblea Constituyente de 1978 el FOCEP logró el 12% de votos y el PCP, PSR y la UDP alrededor de un 6% cada uno. Sumados los votos de las izquierdas alcanzaron un nada despreciable 30%, casi a la par de lo que la Apra y el PPC obtuvieron.
Dos años después, en las elecciones presidenciales de 1980, las masas que lucharon en las calles y derrotaron a la dictadura de Morales Bermúdez castigaron a las izquierdas que fracasaron en sus intentos unitarios y se presentaron divididos. La ARI estalló en mil pedazos, la alianza del PCP, PSR y FOCEP nunca llegó a concretarse y el sectarismo de los trotskistas, que soñaban con la pureza de un frente sin patrones ni generales, dilapidó con una facilidad increíble todo el capital electoral obtenido por Hugo Blanco en 1978 y nunca más lo volvió a recuperar. El resultado electoral para las izquierdas en 1980 fue catastrófico; las candidaturas de Leonidas Rodríguez (UI); Carlos Malpica (UDP); Genaro Ledesma (FOCEP); Hugo Blanco (PRT) y Horacio Zevallos (UNIR-PCR) obtuvieron cerca del 14%, algo menos de la mitad conseguido en 1978. Belaunde ganó las elecciones con un 46%.
Esa derrota obligó a las izquierdas a buscar el camino de la unidad para sobrevivir. La unidad forjada, luego de la derrota, no fue el resultado de un acto conciente sino un reflejo desesperado de las cúpulas para detener su caída al abismo. Esa premisa lastró toda la corta historia de la IU.
El surgimiento de la Izquierda Unida en 1980, donde llegaron a confluir casi todos los sectores izquierdistas con excepción de los trotskistas, cambió radicalmente el panorama político nacional; la IU en poco tiempo se convirtió en la segunda fuerza electoral del país. Por primera vez, en toda su historia, la izquierda se perfilaba en el horizonte político como una real alternativa de gobierno y poder.
Y es que la unidad no solo significó la suma de votos sino permitió crear un amplio espacio político que abrió las puertas a miles de militantes de base provenientes de diversos sectores sociales y que fueron el nexo orgánico con la clase y los movimientos sociales. En este basto tejido social, construido y sostenido por los militantes de base, radicó el verdadero poder de masas logrado por la IU.
Por eso cuando la IU se divide en 1988 las izquierdas no solo pierden votos y presencia en las instituciones del estado, sino que pierden lo esencial: con la división se desvaneció el nexo orgánico que mantenían con las masas y ese vació político que dejó la IU paradójicamente fue ocupado posteriormente por el fujimontesinismo.
Luego de la división y agonía de la IU los pequeños grupos de izquierdas que sobrevivieron entraron en uno de los periodos más oscuros e intrascendente de su historia quedando virtualmente reducidos a la nada. En las elecciones generales del 2006 Javier Diez Canseco (PS) obtuvo el 0.4% y Alberto Moreno (MNI) el 0.2%. La hegemonía política y cultural de la derecha neoliberal fue absoluta. La izquierda fue derrotada y el movimiento popular implosiono, más producto de sus propios errores que por acción violenta de la derecha.
Tuvieron que pasar casi tres décadas para que las izquierdas pudieran recuperar cierto protagonismo electoral. El gran mérito de Verónika Mendoza, en las elecciones del 2016, fue haber construido un liderazgo que logró cuestionar la hegemonía política neoliberal y demostrar que desde la izquierda si se podía enarbolar una alternativa política al pensamiento único impuesto por los neoliberales.
Recordemos que Verónika llegó a las elecciones del 2016 con una alianza electoral formada a tropezones y en una coyuntura política totalmente adversa, con un débil movimiento popular, desmovilizado, fragmentado, sin conciencia política, que actuaba a la defensiva y sin una estructura partidaria, por eso que el 18% conseguido por Verónika en las elecciones del 2016 fue más que heroico, y si a eso le sumamos el 4% que obtuvo Gregorio Santos, no resulta descabellado suponer que si esas izquierdas hubieran tenido voluntad unitaria, el destino del país pudo haber cambiado. Pero fatalmente en las izquierdas todavía no hay espacio para la grandeza. PPK llegó a la presidencia con solamente el 21% de votos.
Lastimosamente la unidad electoral lograda en el 2016 fue efímera. El Frente Amplio, que gracias a los votos de Verónika Mendoza logró obtener una bancada de 20 congresistas, se dividió y la desintegración del espacio conquistado volvió a diezmar lo poco que se había logrado. ¿Para qué cometer nuevos errores si resulta más sencillo repetir los errores antiguos?
Los resultados de esa absurda división fueron nuevamente demoledores, principalmente para los intereses de los sectores populares. Aquí cabe preguntarse ¿para qué hacen política los izquierdistas? ¿Para satisfacción personal o para defender y luchar por los intereses de los pobres y excluidos de siempre?
Hace tiempo que las izquierdas han abandonado inexplicablemente el trabajo en los espacios municipales y regionales, por eso que no resultó extraño que esas izquierdas, divididas y sin ideas, no mostraron la mínima voluntad para vertebrar una alternativa unitaria en un espacio donde no tenían nada que ganar y todo para perder.
Las izquierdas actuaron con mucha improvisación e irresponsabilidad lo que se reflejó con más fuerza en los resultados a la Alcaldía de Lima donde los votos logrados por FA, PL y JP apenas llegaron a un 8%. En las regiones fue catastrófico, salvo Junín donde ganó PL, y Puno y Moquegua, donde triunfaron movimientos regionales identificados con posiciones de izquierda, en el resto del país las izquierdas desapareció por completo.
Pero a pesar de la cercanía de esa derrota que sufrieron en las elecciones municipales y regionales las izquierdas no aprendieron nada, pues mientras en la sociedad se construía un amplio consenso que exigía cerrar el congreso y convocar a una asamblea constituyente, las izquierdas timoratas y sectarias prefirieron atrincherarse en sus pequeñas capillas para librar sus eternas batallas de papel. Hubo intentos unitarios, uno en Huancayo y el otro en Cusco, donde los principales líderes lanzaban loas a la unidad y los militantes de base exigían que se concretice, pero una vez más esos dirigentes no estuvieron a la altura ni tuvieron fortaleza y convicción necesaria para culminar ese proceso, y Verónika cedió inexplicablemente en su voluntad unitaria frente a las críticas injustificadas lanzadas, con inusual vehemencia y reproducidas en todos los medios de comunicación, por quienes hasta hace poco eran parte de su pequeño círculo de poder, y que luego de culminar su mandato como congresistas se dedicaron a dinamitar lo que con mucho esfuerzo contribuyeron a construir.
De esos fracasos vienen los magros resultados obtenidos en las últimas elecciones.
La división fue una vez más la causa de la derrota sufrida por las izquierdas donde el Frente Amplio fue el único grupo de izquierda que logró pasar la valla del 5% y obtener una bancada de 9 congresistas, lejos de los 20 que se consiguió en el 2016 y que visto en la perspectiva política deja bien golpeada las posibilidades de las izquierdas para las elecciones presidenciales del 2021.
Sin ánimo de ser futurólogo creo firmemente que las izquierdas divididas no tendrán la mínima opción en el 2021. Aquí se impone que los tres principales dirigentes de las izquierdas, Verónika Mendoza, Marco Arana y Vladimir Cerrón, se sienten en la mesa y definan el camino unitario para intentar disputar el gobierno el 2021.
Los tres son imprescindibles y el tiempo apremia, pues la unidad por si solo no va llevar a las izquierdas a Palacio de Gobierno, es solamente el primer paso, pero es un paso imprescindible y sin el cual las izquierdas no podrán abordar los demás problemas, urgentes y necesarios, que deben ser encarados como paso previo para lograr conquistar la confianza de las masas y sin la cual nunca serán vistas como una alternativa real de gobierno.
Sin unidad las izquierdas seguirán siendo un simple «coro anónimo del drama» nacional. No hay espacio para fracasar, si uno de los tres falla o se deja ganar por la tentación sectaria, se caen toda las izquierdas y la derrota estará más que cantada. “Aquí no hacen falta tempestades cósmicas ni bosques peregrinos para llegar al corazón de la desolación. Basta la ausencia de una silla.”
Y desde abajo se deberían tomar las iniciativas, con mucha audacia y bastante imaginación, para que los militantes de base constituyan las asambleas unitarias de izquierda y actúen como presión social para exigir que las izquierdas tengan un candidato unitario en las elecciones del 2021
Es cierto, la unidad de las izquierdas ha devenido en un mito pero no en el sentido que pretenden interpretar algunos compañeros que sostienen que la unidad es una falsa ilusión que genera confusión y contamina la pureza de las ideas; sino es un mito en el sentido mariateguista, un mito revolucionario que entiende la unidad como ese impulso multitudinario que mueve a las masas en la historia, pues como afirmaba el amauta José Carlos Mariátegui “Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de forjar un mito multitudinario.”