Por Fredy León
Fueron 8 maravillosos años, unos mejores que otros, en un inolvidable colegio donde habitaban una rara especie de maestros por vocación que se esmeraron en enseñarnos algo más que sumar y restar; y yo, burro por naturaleza, aprendí menos de lo que debí.
Ingresar al Glorioso fue una ilusión hecha realidad. Por el lugar de residencia me tocaba estudiar en otro colegio, pero yo ya era un acérrimo hincha del Cienciano, ese equipo donde cada domingo Nilo Castañeda, “Washi” Miranda y el “k’uro” Delgado, daban cátedras de buen fútbol en el vetusto estadio y luego se trasladaban a la Quinta Kantu para seguir gozando de la buena vida; mientras en las tribunas, el recordado “Ñaccha” Miranda, ese simpático personaje que parecía que la vida lo había sacado de alguna serie de historietas, desataba la pasión de los hinchas con sus disparatadas locuras que solo el fútbol puede originar.
¿Cómo podía estudiar en el colegio del equipo rival? Eso era algo más que una traición. Uno podía orinar disimuladamente dentro de la piscina, pero para subirse a lo alto de un trampolín y desde ahí miccionar a las injusticias de la vida, se necesitaba ser de otra estirpe; y eso no se podía hacer de una manera tosca, había que aprender a cultivar esa clase que ya sentía en las graderias del estadio para hacer de la vida un viaje apasionante. Había que llegar a ese colegio para sentir la fuerza telúrica que trasmitía el recordado “chivo” Chevarria en sus eternas discusiones filosóficas con el cura Prada; escuchar sus agudas réplicas y quedar anonadado con esa frase magistral que quedó para la eternidad: “Padre, si en la India adoran a una vaca, por qué los ciencianos no pueden adorar a un chivo.”
Y es que una vez rojo, toda la vida rojo.
A mis escasos 6 años tuve que “postular” para obtener una plaza vacante en el Glorioso. Ironías del destino, luego en el transcurso de mi vida me he pasado postulando a distintas entidades educativas. A todas ingresé, pero de ninguna egresé. La vida perdió a un diligente burócrata, yo gané mi libertad.
El primer día de clases debí haberme sentido como Adán en su primer día en el paraíso, con una pequeña diferencia: mientras Adán observaba atónito su cuerpo desnudo y se tocaba las bolas, yo sentía vibrar mi corazón al momento de vestir mi nuevo uniforme caqui “made in Choque” y ponerme la camisa, el pantalón, la correa, la corbata, la cristina, la insignia, mi primer galón azul y el rombo…ese bendito rombo causante de mis imnumerables 10 minutos de castigo.
20 minutos me llevó cruzar medio Cusco, desde Lucrepata hasta la mítica Plaza San Francisco. El imponente edificio del colegio dominaba toda la plaza, subí casi corriendo las gradas de ingreso al colegio y automáticamente mis pasos se detuvieron absortos delante del portón; era una puerta inmensa y yo, un imberbe que a duras penas llegaba al metro de altura, estaba finalmente, ahí de pie, observándolo en silencio. Mi corazón latía con intensidad, cada segundo era una eternidad. Cruce con mucha reverencia el portón, parecía como si estuviera ingresando a una iglesia, pero a diferencia del miedo que me producía las pocas vecez que entre a La Compañia, en ese momento sentí mucha curiosidad y ansiedad por saber qué clase de misterios ocultaban ese portón y descubrir qué tipo de mundo existía tras de ese oscuro vestíbulo, donde el triste busto de don Guillermo Horacio Mayo la Roza, vigilaba celosamente el ingreso de los ígnaros.
El patio central era inmenso, un territorio sagrado para los primariosos. Había que caminar casi en silencio, contener la respiración para no cruzarse con uno de los temibles auxiliares que imponían la disciplina en ese universo mágico denominado secundaria, hasta llegar a la famosa línea Maginot, el lugar donde las aguas se dividian en dos: primaria y secundaria.
El prestigio y la grandeza de un colegio descansa en la calidad y nivel de sus profesores; y a nuestros ojos, ese primer día estábamos frente a seres dotados de un poder sobrenatural que daban vida a las palabras, hacían bailar a los números formando una infinitud de parejas y dominaban el tiempo logrando que el pasado abandonase el mundo de las sombras para ser contemplados a la luz de ese hechizo mágico denominado conocimiento.
Un nuevo y apasionante mundo de respuestas surgía ante nuestros incredulos ojos; y ese mundo dificilmente podía haberse creado en 7 días.
Éramos arcilla en manos de curtidos orfebres que llevaban en la sangre la vocación de Amautas, nombres que dificilmente pueden olvidarse como los profesores Conde, Gibaja, Ochoa, Lucho Zapata y, muy en especial, ese gran maestro, Sergio Abarca, que nos enseño a descifrar el código de las palabras y se dedicó con mucho ahinco a sembrar de valiosos conocimientos nuestras mentes virginales; ellos eran los que hacian del Glorioso Colegio de Ciencias la casa viva del saber y el conocimiento.
Si la primaria fue el inicio de un viaje emocionante por un mundo desconocido donde lo principal era saber preguntar, la secundaria significó asentar los pies en ese mundo para explorarlo, descubrir y explicar sus misterios que aparecian como espectros ante nuestras ávidas mentes dispuestar a conquistar ese mundo del saber.
Somos hechura de nuestro tiempo y en ese tiempo de estudiantes contamos con la guía invalorable de hombres que dedicaron toda su vida, y con mucha pasión, a la noble tarea de educar, trasmitir conocimientos y, sobre todo, enseñar a pensar con cabeza propia, que ciertamente era lo más dificil y complicado.
Ese lugar tan especial del colegio estaba habitado por seres que deberían tener el don de la inmortalidad; personas como el profesor Batallanos, el recordado “bataco” que nos introdujo al mundo vallejiano de la mano de los Heraldos Negros; el “Django” Silva que luchaba contra el tiempo para que las formas y los colores expresaran algo; “el demente” profesor de matemáticas que hizo del Baldor su verdadera biblia; “el chichero” Sánchez que le robaba su tiempo a sus prolongadas estancias en las chicherias para venir a describirnos con una memoria impresionante como estaba formado el mundo; el cura “Pochito” que se pasó tres años peleando para que aprendieramos a santiguarnos correctamente; el profe Gallegos que nos obligó a memorizar desde la pa hasta la pu la obra del paleontólogo argentino Florentino Ameghino y el recordado profesor de Historia Universal, Luis del Carpio, que alimentó nuestra fantasia juvenil y nos llevó por un increible viaje imaginario por el mundo fantástico de los faraones, y quien a la postre resultó ser el responsable de que en mí surgiera esa idea peregrina de cruzar, algún día, el atlántico.
En ese mundo del conocimiento había una pleyade de curiosos apelativos que brillaban con luz propia, y es que era más sencillo reconocer a los profesores por sus chapas que por sus nombres; además en la secundaria los apelativos formaban parte sustancial del código secreto que distinguia la calidad de un profesor. A saber el “ratón” Pérez; el “dientesfrios” Velazques; el “Didi” Carrillo, el “siete machos”; el “pichinkucha” o el famoso “chiricuto” que con sus apenas 1 metro 60 era el responsable de la gallardía con que marchaba la escolta del colegio.
Pero no solo eran los profesores quienes daban honor y prestancia al Glorioso, también estaba el personal administrativo y los famosos auxiliares quienes mantenían la disciplina del Glorioso como el estandarte que lo distinguía de otros colegios. Como no recordar al “sapo” Florez que fue el responsable que la banda del colegio llegara a ser la mejor del Cusco; el “orejitas” Segovia que imagino aún debe estar descifrando el misterio de por que en el 9-3 las tías se morían tan seguidas; el “tallarin” y su auto mágico que desaparecía cada vez que el cienciano campeonaba; el auxiliar Cuba; el “Osiris”; Cama; y el más grande de todos, el “tumbamulas”, cuya sola presencia paralizaba de miedo a todo el colegio.
Pero la secundaria era algo más que los libros. Era el tiempo para aprender a ser rebelde. Ser cienciano era defender la roja con pasión y vivir el deporte como lo principal en nuestras vidas. Cada partido, y en especial cuando enfrentábamos a nuestro clásico rival, se vivía de manera intensa. Y lo que se ganaba -o se perdía- en el campo de juego, se defendía -o se vengaba- en las afueras del estadio. Ser de secundaria significaba participar de los “chakeichis”, bautizarse rompiendo las ventanas del colegio rival y defender, como estoicos numantianos, el honor del Glorioso.
Atras habían quedado los tiempos donde lo máximo era cantar voz en cuello “upa upa upapa, el cienciano es el papá” cada vez que el bus del colegio circulaba por la avenida de la cultura, ahora había que defender a pedradas el Glorioso.
Y a pedradas empece a caminar por la vida, primero contra el local de un colegio, luego en la universidad contra el abuso policial y ahora contra las injusticias de la vida.
Nunca olvido que esa actitud lo aprendí el primer día que ingrese al Glorioso, que la vida vale vivirla en la medida que uno tenga motivos para luchar por lo que cree justo. Y que esos motivos surgen cuando la luz del conocimiento alumbra en las penumbras de la ignorancia.
Y el Glorioso Colegio Nacional de Ciencias siempre fue esa antorcha sagrada que ilumina en lo alto del saber en medio de una sociedad donde aún existen resabios donde reina la oscuridad y la ignorancia.
Vale la pena recordarlo.